En España también luchan porque la gente lea en los momentos de ocio
creados por las nuevas formas de vida, así pusieron en circulación cien obras
de menos de 100 páginas cada una de la literatura y el pensamiento universales
como el ensayo autobiográfico de Darwin, los relatos de Rulfo, el ensayo Don
Quijote y Bolívar de Miguel de Unamuno. Han popularizado la Historia en las
radios narrándola con anécdotas, sintetizándola sin tantas fechas y retahílas
de nombres. Hace tiempo usan manuales para enseñar y no libros extensos;
recordemos que el profesor guayaquileño del siglo pasado, Pedro José Huerta, se
adelantó a su tiempo, pues en la imprenta del colegio Vicente Rocafuerte
publicó los manuales Curso Elemental de Historia Antigua y Curso de Historia
Moderna y Contemporánea (1947); también el doctor Jorge Villacrés Moscos,
Historia de Límites del Estado Ecuatoriano (1982), que apreciamos por la
sencillez y concisión.
Ahora los profesores de Literatura se quejan porque los alumnos no leen
obras; pero el docente Ignacio Carvallo Castillo concordaba con el argentino
Rodolfo Ragucci cuando manifestaba que lo importante es leer fragmentos o
pasajes de cada autor, pues una lectura reflexiva, un análisis detenido del
trozo, hará que de por vida perdure el recuerdo de quien lo escribió y de algunas
cualidades propias de su elocución y estilo, así lleva el alumno como una
partícula viviente de cada literato.
Confieso que mi interés por la lectura nació desde la escuela cuando me
emocionaron los trozos selectos de Montalvo, González Suárez, Francisco Campos
Coello, las biografías sencillas de nuestros héroes, poesías breves que me
motivaron para leer obras.
Estas ideas y experiencias deben servirnos si las ponemos en prácticas
porque han dado resultado.
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